Mi padre fue un hombre bueno. Teniente topógrafo en el ejército republicano que fue encarcelado al terminar la Guerra Española del 36 y libertado a los seis meses por no tener delitos de sangre, solo de tinta, tiralíneas, escuadra y cartabón, pero le condenaron a no poder desarrollar su oficio en sitio alguno hasta pasados veinte años. Era murciano de Abarán y allí conoció a mi madre que era hija de un hacendado madrileño que habían huido a aquellas tierras cuando el asedio a Madrid porque en aquel pueblo todavía había de todo y se podía comprar. Se casaron y mi abuelo lo despreció por republicano. Y tuvieron dos hijos, mi hermano Juan Carlos y yo. Mi padre encontró trabajo en una fábrica de productos químicos como guarda nocturno con muy poco sueldo y viviamos en una corrala del Madrid antiguo en una habitación de unos 20 metros cuadrados. Pero todas las noches, antes de irse a tal trabajo, hasta que tuve la edad de nueve años, mi padre me acostaba en una cama "turca" que teníamos en aquel pisito y me contaba cuentos hasta que me dormía, despues se iba a trabajar.
Mi padre siempre estaba canturreando por lo bajo, leía, dibujaba, trabajaba la madera y nos hacía muebles para la casa, nunca le oi quejarse de nada, a pesar de su ramplona vida, sin medios para alimentarnos, sin futuro y desterrado del mundo. Pero siempre fue feliz. Siendo un hombre culto y preparado, recogía sacos de arpillera de la fábrica y los vendía por tres pesetas y con aquel dinero me llevaba todas las semanas al cine...(¡cuantas cosas podría contar de mi padre¡)
Y uno de estos cuentos (del que solo me acordaba del título) era este que se cuenta aquí. Y cual ha sido mi alegría que, a mis 69 años he vuelto a recordarlo, encontrarlo y releerlo, porque en estos momentos estoy viendo a mi padre, sentado a los pies de la cama, preguntándome de vez en cuando:
-Luis, te has dormido ya?
Nunca quise a nadie como quise a mi padre.
-------------------------------------------------------------------------
En una tierra muy lejana, y cuyo
nombre no recuerdo, reinaba un rey viejo y viudo, a quien querían
mucho sus vasallos porque era justo y bondadoso. Este buen rey tenía
una hija, única heredera de su nombre y de sus extensos estados.
Esta única hija era tan hermosa que todas las damas del país
envidiaban su gentileza; pero en cambio tenía un defecto, o mejor
dicho una aprensión, que era el tormento de su padre; pues desde muy
niña la princesa sólo pronunciaba esta frase: bien podrá ser.
Estas palabras, articuladas con voz penetrante y sonora, probaban que
la hermosa princesa no era muda de nacimiento; pero ni los ruegos del
padre, ni la astucia de los más discretos cortesanos, habían
conseguido arrancarla un sólo monosílabo más. Dieciocho años
había cumplido LA PRINCESA DEL BIEN PODRÁ SER, así en la corte la
llamaban, persistiendo siempre en su tema, y el rey, que no quería
ver extinguirse su linaje, resolvió casarla, imponiendo a sus
pretendientes una singular condición. Reducíase ésta a que la
princesa entregaría su mano al príncipe que la hiciera hablar una
palabra más de las anteriormente enunciadas. Como la novia llevaba
en dote un extenso y floreciente estado, todos los príncipes vecinos
acudieron a la invitación, provistos unos de bufones y los otros de
encanecidos consejeros, sin que las gracias de los unos ni los
discursos de los otros consiguieran torcer el ánimo de la caprichosa
princesa. Viendo el desconsolado padre que tan ilustres pretendientes
nada adelantaban, recurrió a los próceres de su reino; pero los
duques y los condes no tuvieron mejor fortuna, y transcurrió un año
completo en inútiles tentativas. El buen rey se desesperaba,
viéndose con un pie dentro del sepulcro; y, queriendo hacer el
último esfuerzo, convocó a los simples caballeros del reino, bajo
las mismas condiciones. Mas dejemos que estos se presenten, y pasemos
a otro lugar.
En una ciudad de provincia, no muy
distante de la corte, vivía un hidalgo de buena estirpe, que
huérfano de padre y madre, había gastado un más que mediano
patrimonio. A los tres años de ancha vida, entró en cuentas consigo
mismo, y encontró que toda su hacienda se reducía a una
arrogantísima figura, veinticinco años no cumplidos, lujoso
equipaje, buen caballo, y una bolsa de seda, medianamente henchida de
oro. Con una mano en la mejilla y una pierna sobre la otra, empezó a
meditar los medios de restablecer su fortuna, y después de haber
pensado mucho, tuvo una magnífica idea. «Yo soy caballero, se dijo,
mirando un escudo de armas dividido en varios cuarteles, y puedo
aspirar a la mano de la heredera de mi rey. Ceñir a mi frente una
corona sería un buen medio de restablecer mis negocios; pero yo no
tengo bufones, consejeros, ni esa traílla de servidores que han
llevado los príncipes, duques y condes. Mi ingenio no es una gran
cosa para que supla con ventaja al de tantos otros reunido, de modo
que lo más prudente será no salir de mi casa.» Quedose de nuevo
suspenso, pero después de algunos minutos se levantó resueltamente
y dijo con alegre gesto: «Peor que estoy no puedo quedar; voy a
pretender a la princesa.» Tomada una resolución, no era hombre para
abandonarla; hizo una pequeña maleta con sus más lujosos vestidos,
mandó que le ensillaran el caballo; tomó la bolsa de que hablamos;
cabalgó con sumo donaire y emprendió el camino de la corte.
Formando castillos en el aire habría
corrido media jornada, cuando el hambre vino a interrumpir tan
hermosa fábrica, anunciándole que no había comido en mucho tiempo.
Con la premura del viaje no había tomado provisiones, y empezó a
buscar alguna venta en que satisfacer mal o bien su más que mediano
apetito. Ni la más humilde descubría, cuando se fijaron sus miradas
en una casilla sombreada por dos corpulentos olivos: a ella dirigió
su caballo, y, llegando a la puerta, encontró un muchacho de doce a
trece años, que estaba guisando un puchero.
—Buenas tardes —dijo el viajero.
—Bienvenido —replicó el
muchacho, con traviesa jovialidad.
—¿Qué haces aquí?
—Me como al que viene y quedo
esperando al que se va.
—¿También me comerás?
—A dónde va usted?
—A casarme con la princesa del
bien podrá ser.
—Es usted muy tonto para eso.
—¿Por qué?
—Porque no ha entendido usted lo
que he querido decir con «Me como al que viene y quedo esperando al
que se va.»
—¿Quieres explicármelo?
—Al momento. Yo estoy guisando
este puchero: al hervor suben los garbanzos; al que logro coger me lo
como, y al que se me escapa espero que vuelva a subir para comérmelo
también.
—Eres agudo. ¿Tienes padre?
—Sí señor.
—¿En dónde está tu padre?
—En el pesadero.
—No te comprendo.
—Pues no será usted quien se case
con la princesa.
—¿Quieres explicarte ?
—Allá voy. Mi padre ha ido a ver
una sementera: si está buena le pesará haber sembrado poco, y si
mala, haber sembrado tanto.
—¿Y madre, tienes?
—Sí señor.
—¿En dónde está tu madre?
—Amasando el pan que nos comimos
la semana pasada.
—Eso es imposible.
—No se casará usted con la
princesa. La semana pasada comimos pan fiado y mi madre está
amasando hoy para pagarlo.
—Tienes razón. ¿Hay en tu casa
más familia?
—Una hermana, que está llorando
los gozos del año pasado.
—No te comprendo.
—Mi hermana se casó hace un año,
muy alegre y con muchas fiestas; ahora la maltrata su marido y está
llorando aquellos gozos.
—Tienes muchísima razón.
—Pero usted es demasiado tonto
para casarse con la princesa.
Reflexionó un momento el viajero, y
dijo después:
—Voy a proponerte un partido.
—Sepamos —respondió el
muchacho.
—Yo tengo muchísima hambre; tú
manifiestas no carecer de ella; comámonos ese cocido.
—Me conformo.
—En acabando nuestra comida,
seguiremos el camino de la corte, y tú me ayudarás a casarme con la
princesa, y cuando yo llegue a ser rey tú serás mi primer ministro.
—Concedido.
Verificado este contrato, se
comieron todos los garbanzos en amor y compañía, cabalgaron
después, y, a buen paso, se fueron acercando a la corte.
Apenas entrados en ella, se apresuró
el buen caballero a comprar lujosos vestidos para el ingenioso
muchacho, y no tardó mucho en presentar al anciano monarca su
arrogante solicitud. El rey suspiró tristemente, firmísimamente
persuadido de que su hija bajaría al sepulcro con palma; los
cortesanos miraron con desprecio al desconocido pretendiente; pero
este no decayó de ánimo, y, acompañado de su discreto pajecillo,
paso al cuarto de la princesa. Saludola con desenfado, pero recibió
su saludo un bien podrá ser por respuesta: hízola otras
varias preguntas, que tuvieron el mismo resultado; entonces se
adelantó el muchacho y comenzó de esta manera, con teatral ademán
y acento:
—Señora, yo soy hijo único del
labrador más acaudalado de esta fertilísima comarca.
—Bien podrá ser —dijo la
princesa.
—Sus sembrados no tienen límites,
y son tan numerosos sus rebaños, que para recoger la leche ha tenido
que construir un estanque de cinco mil varas cuadradas.
—Bien podrá ser.
—Encontrándose lleno de leche,
paseaba yo un día sobre su muro comiendo piñones; como paseaba
distraído, se me cayó un piñón en el estanque, y al momento se
formó un pino tan corpulento, que su copa estaba oculta entre las
nubes.
—Bien podrá ser.
—Me gusta mucho coger nidos, y
calculé que un árbol tan alto debería tenerlos a millares. Poseído
de este pensamiento, empecé a trepar pino arriba, y después de un
largo viaje llegué a su copa, que precisamente tocaba a la misma
puerta del cielo.
—Bien podrá ser.
—Encontrándome a tal altura,
quise ver lo que allí pasaba, y me entré sin pedir permiso. A la
derecha estaba san Pedro, ocupado en coser zapatos; y san Juan estaba
a la izquierda con un puesto de hermosos melones.
La princesa guardaba silencio, y el
muchacho continuó:
—Quise ver si eran de buena casta,
y compré el más pequeño de ellos. Llevaba yo un cuchillo de monte,
y empecé a partir el melón; pero de improviso el cuchillo
desapareció por la hendidura. No quise dejarlo perdido, y me entré
tras él, con la misma facilidad que si lo hiciera en este cuarto.
La princesa no replicaba; dirigía
sus miradas alternativamente al narrador y al caballero, y prestaba
más atención.
El muchacho continuó:
—Dentro ya del melón, empecé a
andar, por ver si encontraba mi cuchillo; pero se pasaban las horas
sin que pudiera conseguirlo. De repente oí ruido de pasos, y poco
después descubrí un hombre que venía hacia mí con un arado al
hombro. Hube de llamarle la atención, y me preguntó marcialmente:
«¿Adónde va por aquí el amigo?» «Voy en busca de un cuchillo de
monte», le respondí en el mismo tono. «Pues fácilmente lo
encontrará, cuando ando yo con el arado al hombro hace tres días
buscando una yunta, y no he conseguido encontrarla.» Esta respuesta
me desanimó, y como no quería que mi familia me echara de menos,
volví pies atrás, y después de haber andado mucho, logré salir
por la hendidura que me había servido de puerta. Sin pensar más en
el melón, corrí a asomarme a la del cielo, y vi con asombro que el
pino había desaparecido del todo. Yo no podía quedarme allí sin
dar un susto a mi familia, y decidí bajar a todo trance. Para
lograrlo compré a san Pedro un ovillo de guita, y atando un extremo
al banquillo en que estaba el santo trabajando, empecé a deslizarme
por ella, con la mayor facilidad. Me faltarían unas mil varas para
llegar al suelo, cuando se me acabó la guita; en tal conflicto pedí
al santo que me prestara un ovillo más; pero, en vez de atender mi
ruego, cortó la que había yo dejado atada a su banco. Faltándome
el punto de apoyo, comencé entonces a hender los aires como una
flecha; me fui acercando a la tierra, cada instante con más rapidez,
y, siguiendo el violento impulso, chocó mi cráneo con una roca, se
rompió en veinte mil pedazos, y en ella quedaron mis sesos hasta que
un perro los lamió.
—¡Embustes enormes he oído, pero
juro que éste me encanta! —exclamó la hermosa princesa sin poder
dominar la admiración que le producía tal historia.
—Y porque os encanta, señora
—replicó el travieso narrador—, seréis esposa de mi amo.
El rey y algunos cortesanos, que
ocultos tras unas cortinas habían presenciado la sesión,
aplaudieron el claro ingenio del locuaz y atrevido niño, cuyo
triunfo preconizaban; aunque algunas damas sostenían, que más que
el chiste del muchacho, había contribuido a hacer hablar a la
princesa la buena presencia del novio. Tengan unos u otras razón, lo
cierto es que a los ocho días se verificó el matrimonio con gran
pompa; que el rey viejo murió a los pocos años; que el caballero
llegó a ser rey, y el muchacho ministro, como lo habían pactado
antes.
Yo asistí a la boda, al entierro, a
la coronación; fui y vine, y sólo me dieron una almendra, que la
más golosa de mis lectoras tuvo la bondad de quitarme. Y de ello da
fe
JUAN DE ARIZA.
El cuento de Ariza está bien.
ResponderEliminarTu historia está mejor.
Recordé a mi padre...
Y que hace mucho no cuento historias ni cuentos a mi pequeño.
Gracias.
Felices sueños.
Besos
Los listos suelen ser los oportunistas que viven a costa de los demás y los sabios suelen ser los que ofrecen oportunidades... lástima que se venere a los primeros.
ResponderEliminarAhora se de donde viene tu vena artesana... Tener recuerdos tan bonitos de un pasado truculento es magnifico, pienso que ayudan a continuar. Tu padre fue un buen profesor, te enseñó con la mejor materia, el amor.
Besos
Bueno, en el mundo hay listos, listillos, listostontos y del PP. Este caballero era del PP que se buscó un buen asesor para poderse quedar con la princesa y su riqueza. Creo yo, vamos...
ResponderEliminarValga el buen padre, hombre, que es felicidad haberlo disfrutado y recordarlo, amigo mío. Simpático cuento —que no conocía; bueno, en verdad, poco conozco, o recuerdo.
ResponderEliminarAbrazos